El amor es una semillita igual que lo somos nosotros al principio de la vida. Regar esa semilla de amor dará lugar a una hermosa planta que nos deleitará con muchas flores diferentes a lo largo de nuestra vida. Algunas placenteras con unos olores exquisitos. Otras nos exigirán que cavemos más profundo para encontrar la esencia del amor que siempre está allí, en la raíz. Dejar partir a un ser querido, en este caso la pareja, cuando la vida le está pidiendo que alce el vuelo y se vaya, es un gran acto de amor. Requiere cavar profundo dentro de uno mismo. Requiere coraje. Requiere llegar hasta la raíz del amor, darse cuenta de que el amor no ata, no forma anclas ni nudos, sino que otorga libertad a la persona amada para seguir su camino. Es un gran acto de generosidad.
El 14 de febrero, cuando celebramos el Día de los Enamorados, desde Dando Vida a la Muerte, solicitamos al público testimonios de cómo habían vivido esta experiencia.
Yo misma pasé por ella en 2006, cuando mi esposo y mi hermano mayor enfermaron de cáncer. Al principio, sentí que había perdido el eje de mi vida y, para ser sincera, reconozco que pasé un par de meses deambulando emocionalmente. Ser testigo del sufrimiento de una persona muy querido despierta un torrente de emociones dentro de la persona que la acompaña, un torrente que a menudo se desborda. A veces sentí vergüenza al reconocer que no era yo que estaba pasando por tratamientos de quimioterapia o radioterapia, la que estaba perdiendo el pelo o adelgazando, sino a alguien a quien yo consideraba un pilar. Y este pilar empezaba a agrietarse, y me di cuenta de que no era un pilar, sino que una persona.
Con el paso de los días, mientras hacía mis tareas diarias, como llevar la casa, trabajar, cuidar de mi familia… noté que algo estaba cambiando dentro de mí. Sabía que tenía que mantenerme fuerte, para mantenernos económicamente y que todo siguiera en marcha. Sin embargo, también sentía que la vida me estaba pidiendo que aceptara una situación supuestamente inimaginable, que abriera el corazón y que aceptara las necesidades de mi círculo íntimo, mi familia. La vida me estaba pidiendo que, aunque doliera, entendiera que el amor es la fuerza más grande del universo.
Como dijo Mª José, cuando manda el corazón, nada es imposible, y se puede acompañar a un ser querido hasta el final de su vida con tranquilidad. El regalo que recibe una persona después de tal experiencia es tan inmenso como inesperado, porque se ha abierto un canal interior que, aunque lleno de lágrimas (¡claro que hay lágrimas!), no se vuelve a cerrar. Y, como escuchamos en todas las mujeres que generosamente compartieron sus historias, uno se queda con una sensación de paz y conexión con su ser querido. Esto da fuerza para continuar con la vida… porque la vida continúa, de una forma diferente, pero continúa.
Suceden cosas, uno se da cuenta que la vida en sí es un regalo. Tengo la sensación de querer aprovechar mi propia vida durante el tiempo que me quede, acompañando con amor, dando y recibiendo, abierta a un futuro incierto, porque la vida es una aventura y la única constante es el cambio. Pero disfrutando siempre del día de hoy, y con muchísima gratitud en el corazón.
Observo los rostros y escucho las palabras de las personas que encontramos en nuestro camino, cada una con experiencias diferentes pero con la misma raíz.
Todo esto me hace reflexionar que, aunque la flor acaba cayéndose de la planta, sigue siendo una flor. Podemos apreciar su belleza interior y su energía aunque no esté físicamente con nosotros. Todos dejamos un legado y precisamente esa idea es lo que nos da la fuerza necesaria a los que permanecemos en este mundo para crear nuestro propio legado cuando nos llega el momento de desprendernos de nuestra planta.
Gracias a Julia, Amparo, Mónica, Iohana, Natalia y María José por compartir sus historias de amor.